domingo, 25 de marzo de 2007

V DOMINGO DE CUARESMA

Si nos acercamos con humildad al relato evangélico no nos resultará difícil reconocernos representados en la adúltera. En ella están representadas nuestras infidelidades a Cristo, la traición a nuestras promesas bautismales, la profanación del amor verdadero y puro en aras de la aventura en pro de lo sensual y placentero. ¿Cuántas veces nos hemos alejado del Amor en búsqueda de fatuos amoríos?
El pecado de la mujer adúltera fue aireado en la plaza pública. También nuestro pecado está a la vista de Cristo. No hay pecado, por muy oculto que este sea, que no esté a la vista de Dios.
Las piedras estan preparadas para ser lanzadas sobre la mujer pecadora. Parece que no hay salida. Su propio pecado la condena. Y también sus acusadores la condenan y están dispuestos a ejecutar la sentencia.
¿Cuántas veces en nuestra vida hemos pasado por la experiencia de sentirnos condenados por otros a causa de nuestros defectos, de nuestros pecados, de nuestras miserias? ¿Cuántas veces nos hemos sentido apedreados por el prójimo?. Es una experiencia muy amarga, dolorosa y fuerte. Si lo hemos experimentado no nos será difícil comprender la dureza de la escena evangélica, ahondar en la actitud de los lapidadores y profundizar en el mar de sentimientos que embargarían el corazón de la mujer sentenciada.
Tú y yo, todos nosotros somos de hecho la adúltera. Pero es que somos también miembros del corro que la rodeaban con las piedras ya en sus manos preparadas para ser lanzadas y abatirla.
¿Cuántas veces en nuestra vida hemos lanzado la piedra contra nuestro prójimo a causa de sus pecados, de sus fallos, de sus defectos o de sus miserias?. Lapidar es difamar, es calumniar, es airear las miserias del prójimo. Lapidar es condenar sin remisión, es ser promotor de la burla y del desprecio, es no ayudar. Lapidar es juzgar sin compasión, es negar el perdón, es restregar al otro sus fallos con la intención de humillar, es sumarse al corrillo de la crítica despiadada.
¿Cuántas veces vamos por la vida con nuestras manos cargadas de piedras, preparados para lanzarlas sobre los otros a la primera oportunidad?
Las manos de Jesús están libres. Están dispuestas para ser tendidas. Están preparadas para ayudar a levantar a quien lo necesite. Sus manos no portan piedras para herir y para matar. Son portadoras de vida, de perdón, de misericordia, de indulgencia.
Jesús nos enseña que los defectos, los fallos, las miserias, los pecados del prójimo no se corrigen a pedradas. La pedrada sólo hiere y mata al hermano. Es sólo con el amor cómo se puede ganar al que camina perdido, cómo se puede animar y levantar al que está caído, cómo se puede curar y sanar al que tiene el alma herida.
Fue el torrente de amor que la mujer adúltera percibió en las palabras, en la mirada y en las manos de Jesús lo que produjo el milagro en su interior. Ahora sabía verdaderamente lo que era el amor, ahora sí que sabía quién es de verdad el Amor. El Señor ha estado grande con ella y la alegría inunda su corazón. Ya nunca olvidará aquél encuentro. Jamás podrá olvidar aquél: " Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más".